Seleccionar página

“…No hace falta decir que ya no nos queda ninguna estatua griega tal y como la conocieron sus contemporáneos: apenas advertimos, por aquí y por allá, en la cabellera de alguna Core o de algún Curos del siglo VI, una huella de color rojizo, semejantes hoy a la más pálida alheña, que atestiguan su antigua cualidad de estatuas policromadas, vivas con la vida intensa y casi terroríficas de maniquíes e ídolos que, por añadidura, fueran también obras de arte. Estos duros objetos, modelados a imitación de las formas de la vida orgánica han padecido a su manera lo equivalente al cansancio, al envejecimiento, a la desgracia. Han cambiado igual que el tiempo nos cambia a nosotros. Las sevicias de los cristianos o de los bárbaros, las condiciones en que pasaron bajo tierra sus siglos de abandono hasta el momento del descubrimiento que nos lo devolvió, las restauraciones buenas o torpes que sufrieron o de las que se beneficiaron, la suciedad o las pátinas auténticas o falsas, todo, hasta la misma atmósfera de los museos en donde hoy yacen enterradas, contribuyen a marcar para siempre su cuerpo de metal o de piedra.  Algunas de estas modificaciones son sublimes. A la belleza tal y como la concibió un cerebro humano, una época, una forma particular de sociedad, dichas modificaciones añaden una belleza involuntaria, asociadas a los avatares de la historia, debida a los efectos de las causas naturales y del tiempo. Estatuas rotas, sí, pero rotas de una manera tan acertada que de sus restos nace una nueva obra, perfecta por su misma segmentación…”

Marguerite Yourcenar, El tiempo, gran escultor